Mamá Juanita perdía todo su blanco pelo con cada quimioterapia. Le daba mucha pena y usaba todo el día su reboso. Le dije que no tenía porqué avergonzarse y yo me rapé también.
Ya no reía, ya no me regañaba y comía poco. Su piel se llenaba de zurcos más profundos, sus ojeras tan negras y esa piel tan pegada a los pómulos que la hacían ver marchita. La mirada hundida reflejaba esas ganas de luchar que el cáncer le reprimía.
En el barrio me preguntaban que porqué me había rapado, yo respondía que porque había perdido una apuesta. Sólo dos personas supieron que eso no era verdad: Elizabeth y Pitus. El mugroso dinero no servía para sacarla de dónde estaba.
Luego las palabras de ese doctor: desahuciada. ¿Qué se hace en esos momentos? Dime tú qué se hace. La abracé fuerte. Le menté la madre al doctor. Eso es lo que se hace. Nos regresamos a la casa como zombies, apenas cruzamos palabra. Yo le dije que no era cierto, que se había equivocado como los otros doctores que le habían dicho que tenía pulmonía. Ella sólo puso esa sonrisa tan tierna... tan lejana.
Una vez me prometí no llorar nunca más, y aunque el nudo en la garganta no me dejaba ni hablar, no deje escapar ni una mugrosa lágrima. Nos fuimos a dormir temprano, aunque mejor dicho nos fuimos a acostar, porque ninguno de los dos pudo pegar pestaña. Y así pasaron los días con sus noches. Hasta que ella pasaba la mayor parte del día drogada por la marihuana que yo le daba y a veces yo mismo también fumaba para aguantar.
Ese día abrí el cajón de la base de mi cama. La saqué del estuche y saque un par de balas de la caja. La cargué y me hundí en mis pensamientos pálidos como la luz del foco de mi habitación. El nudo de la garganta apenas me dejaba respirar, tenía seca la boca y los ojos. Volví en mi, corté cartucho y me dirijí a la habitación de mamá Juanita. Le llamaban eutanasia, a los doctores les encanta poner palabras extrañas a este tipo de cosas.
Abrí despacio la puerta de su habitación. Me acerqué a su cama y ahí estaba dormida, respirando muy despacio. Le apunté directo a la cabeza. Escogí el calibre 22 porque era pequeño y no hacía reventar toda la parte por donde entraba, no quería que ella quedara desfigurada o incluso que se le reventara la cabeza como lo haría con una calibre 45. La 22 sólo le dejaría un agujerito muy pequeño. Mi dedo índice se colocó en el gatillo, empuñé con fuerza la pistola y estuve así por muchos minutos.
Luego me desmoroné en el piso y me puse a llorar bien quedito. Era yo ese cerdo que estaba a punto de matarla a ella, lo único que tenía en este pinche mundo. Me levanté y sin hacer ruido me fui de su habitación para no despertarla. Luego me tumbé en mi cama a seguir llorando toda la noche. ¿Cómo había podido ser yo tan hijo de puta como para pensarlo?
Al día siguiente llegué a la escuela con los ojos rojos y muy triste. Ni me fijaba en las personas mientras caminaba al salón hasta que alguien me interrumpió. Era Elizabeth que se había cortado el pelo, no como yo claro, pero sí muy cortito. Me preguntó que si me gustaba su nuevo corte. Luego cuando por la tarde regresé al Barrio 14 me encontré a Pitus. Le pregunté que porque se había rapado, él me dijo que porque había perdido una apuesta.
No necesitaron decírmelo con palabras para saber que aquello era una muestra de apoyo.
A veces en la vida todo se jode, pero siempre hay alguien que estará ahí para servir de pilar y no dejar que te derrumbes.
Capítulo treinta y uno
martes, 20 de mayo de 2008
Publicado por Lover en 21:41
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2 comentarios:
wow
Que coraje tan grande tienes que tener para pensar y estar a punto de hacer lo que tú te disponias...
por un lado, hubieras acabado con su sufrimiento, pero por otro, era un golpe muy duro para ti.
Y algo queda claro de esto... los que son amigos ahi van a estar mostrando apoyo en los momentos difiles.
mis respetos mi lover
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